Es que no tengo tiempo…
El tiempo ha intrigado al hombre desde la antigüedad, y a lo largo de la historia se le ha otorgado distintos sentidos. Los griegos consideraban que el tiempo era cíclico, y que cuando todos los cuerpos celestes volvieran a sus posiciones originales todo volvería a ser como en el principio y se iniciaría de nuevo la existencia. Más tarde, el físico Isaac Newton sostenía que el tiempo existía independientemente de la mente humana y los objetos materiales, que fluía por sí mismo. Por el contrario, el filósofo Emmanuel Kant propuso que el tiempo era una invención humana que se proyectaba sobre el universo.
Sin embargo, en la actualidad, la mayor parte de nosotros no llegamos a plantearnos estas cuestiones. ¿Por qué? Porque no tenemos tiempo -decimos-, porque nuestro ritmo de vida está tan acelerado y cubierto de actividades y obligaciones que no nos permite tomarnos un momento para pensar al respecto.
La sensación que tenemos es que el tiempo no nos alcanza, sentimos que se nos escapa y que necesitamos permanentemente hacer algo productivo con él. Tal es así que cuando “tenemos” tiempo, nos invade una angustia, una necesidad de “llenarlo”, “ocuparlo”. Pero de esta manera le estamos quitando el sentido a esos momentos en los que debiéramos aprovechar para simplemente ser y estar.
Deberíamos apuntar a concedernos durante el día períodos de quietud para hacer nada, tomar conciencia de nuestro ser, apreciar el aire que respiramos, escuchar música, disfrutar de la lectura, dar un paseo sin un rumbo prefijado, sin “aprovechar” para “hacer algo” mientras tanto. O incluso, lograr olvidarnos de la agenda por un día y hacer lo que se nos vaya presentando, sin preocuparnos por lo que estamos “dejando de hacer”.
Por supuesto que el paso del tiempo es también una percepción subjetiva, y entonces puede verse distorsionada por nuestra manera de relacionarnos con urgencias y prioridades. No se percibe de la misma forma una hora cumpliendo con una tarea u obligación que compartiendo con la familia o amigos, y sin embargo, muchas veces, es a éstos últimos momentos a los que les restamos importancia en nuestra cronometrada existencia.
“Son muchísimas las personas que no logran vivir porque están siempre preparándose para vivir”, afirma el filósofo inglés Alan Watts. Es decir que posponemos, estamos demasiado ocupados con urgencias, dejamos para después en el orden de prioridades aquellas cosas importantes o de veras preciadas y necesarias (amigos, aficiones creativas, actividades y comunicación con seres queridos, atención de la salud física y espiritual, alimentación emocional y cultural) para anteponer otras, que consideramos como paso “previo” y “necesario” para lo otro.
Para Renny Yagosesky, escritor y orientador de la conducta, el tiempo es un factor de impacto y estrés en la vida cotidiana, pues las personas tienden a desear disponer de más tiempo para vivir, para trabajar o para divertirse. Yagosesky recomienda hacer un uso racional y significativo del tiempo, aprendiendo a vivir de una manera más intensa, haciendo lo que es realmente importante, con menos ansiedad y menos culpa.
Entonces, si no podemos “generar” más tiempo, tenemos que al menos ser conscientes de que sí podemos modificar cómo lo ocupamos, a qué lo dedicamos; aprender a disfrutar los ratos libres como tales, sin sentir que lo estamos perdiendo y darle importancia a las cosas que nos hacen felices en el presente, y no postergarlas.
En conclusión, tenemos el desafío de buscarle un significado a nuestro tiempo y valorarlo, un tiempo que es inmensamente pequeño, que transcurre, inexorable, que no se detiene ante nada, que va como raudo y sin volver atrás, que huye de nosotros nos ocupemos o no de él, pero que es el que da sentido a nuestra existencia. ¿Somos capaces de cambiar nuestros hábitos y aprovechar el tiempo de una forma diferente? Sin duda es posible. Y en gran medida depende de nosotros mismos encontrarle el sentido propio al “carpe diem”.
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